Mercantilismo: Doctrina de pensamiento
económico que prevaleció en Europa durante los siglos XVI, XVII y XVIII y que
promulgaba que el Estado debe ejercer un férreo control sobre la industria y el
comercio para aumentar el poder de la nación al lograr que las exportaciones
superen en valor a las importaciones. El mercantilismo no era en realidad una
doctrina formal y consistente, sino un conjunto de firmes creencias, entre las
que cabe destacar la idea de que era preferible exportar a terceros que
importar bienes o comerciar dentro del propio país; la convicción de que la
riqueza de una nación depende sobre todo de la acumulación de oro y plata; y el
supuesto de que la intervención pública de la economía es justificada si está
dirigida a lograr los objetivos anteriores.
Los planteamientos mercantilistas sobre
política económica se fueron desarrollando con la aparición de las modernas
naciones Estado; se había intentado suprimir las barreras internas al comercio
establecidas en la edad media, que permitían cobrar tributo a los bienes con la
imposición de aranceles o tarifas en cada ciudad o cada río que atravesaban. Se
fomentó el crecimiento de las industrias porque permitían a los gobiernos
obtener ingresos mediante el cobro de impuestos que a su vez les permitían
costear los gastos militares. Así mismo la explotación de las colonias era un
método considerado legítimo para obtener metales preciosos y materias primas
para sus industrias.
El
mercantilismo tuvo gran éxito al estimular el crecimiento de la industria, pero
también provocó fuertes reacciones en contra de sus postulados. La utilización
de las colonias como proveedoras de recursos y su exclusión de los circuitos
comerciales dieron lugar, entre otras razones, a acontecimientos como la guerra
de la Independencia estadounidense, porque los colonos pretendían obtener con
libertad su propio bienestar económico. Al mismo tiempo, las industrias
europeas que se habían desarrollado con el sistema mercantilista crecieron lo
suficiente como para poder funcionar sin la protección del Estado. Poco a poco
se fue desarrollando la doctrina del librecambio. Los economistas afirmaban que
la reglamentación gubernamental sólo se podía justificar si estaba encaminada a
asegurar el libre mercado, ya que la riqueza nacional era la suma de todas las
riquezas individuales y el bienestar de todos se podía alcanzar con más
facilidad si los individuos podían buscar su propio beneficio sin limitaciones.
Este nuevo planteamiento se reflejaba sobre todo en el libro La riqueza de
las naciones (1776) del economista escocés Adam Smith.
El
sistema de librecambio, que prevaleció durante todo el siglo XIX, empezó a
perder fuerza a principios del siglo XX, al replantearse los elementos
filosóficos del mercantilismo que originaron el neo-mercantilismo. Se volvieron
a imponer fuertes aranceles a la importación, por razones políticas y
estratégicas y se fomentó la autarquía económica como sistema contrapuesto a la
interdependencia comercial de los países. Esta tendencia volvió a cambiar de
signo más tarde, pero fue asociada con el nacionalismo y la competencia
estratégica que provocaron entre otras causas la I Guerra Mundial,
demostrando de esta forma que el mercantilismo tenía una fuerte base política.
El desarrollo de los modernos
nacionalismos a lo largo del siglo XVI desvió la atención de los pensadores de
la época hacia cómo incrementar la riqueza y el poder de los estados
nacionales. La política económica que imperaba en aquella época, el
mercantilismo, fomentaba el autoabastecimiento de las naciones. Esta doctrina
económica imperó en Inglaterra y en el resto de Europa occidental desde el
siglo XVI hasta el siglo XVIII.
Los mercantilistas consideraban que la
riqueza de una nación dependía de la cantidad de oro y plata que tuviese.
Aparte de las minas de oro y plata descubiertas por España en el continente
americano, una nación sólo podía aumentar sus reservas de estos metales
preciosos vendiendo más productos a otros países de los que compraba. El
conseguir una balanza de pagos con saldo positivo implicaba que los demás
países tenían que pagar la diferencia con oro y plata.
Los mercantilistas daban por sentado que
su país estaría siempre en guerra con otros, o preparándose para la próxima
contienda. Si tenían oro y plata, los dirigentes podrían pagar a mercenarios
para combatir, como hizo el rey Jorge III de Inglaterra durante la guerra de la
Independencia estadounidense. En caso de necesidad, el monarca también podría
comprar armas, uniformes y comida para los soldados.
Esta preocupación mercantilista por
acumular metales preciosos también afectaba a la política interna. Era
imprescindible que los salarios fueran bajos y que la población creciese. Una
población numerosa y mal pagada produciría muchos bienes a un precio lo
suficiente bajo como para poder venderlos en el exterior. Se obligaba a la
gente a trabajar jornadas largas, y se consideraba un despilfarro el consumo de
té, ginebra, lazos, volantes o tejidos de seda. De esta filosofía también se
deducía que era positivo para la economía de un país el trabajo infantil. Un
autor mercantilista tenía un plan para los niños de los pobres: “cuando estos
niños tienen cuatro años, hay que llevarlos al asilo para pobres de la región,
donde se les enseñará a leer durante dos horas al día, y se les tendrá
trabajando el resto del día en las tareas que mejor se ajusten a su edad,
fuerza y capacidad”.
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